Esto es Alaska, el estado más frío de Estados Unidos, en los límites del circulo polar Ártico, y lo que me ofrecen de almuerzo son tacos y tortillas.
En esta planta procesadora de pescado en Cordova, un pequeño y aislado pueblo de pescadores junto al delta del río Copper, en el Golfo de Alaska, la mayoría de los trabajadores son mexicanos y eso determina el menú.
“Hoy tenemos tacos de pescado; ¿no quiere probar?”, me pregunta Rosa, la afable cocinera, también mexicana, que se ocupa de alimentarlos. Como ellos, viaja cada verano hasta aquí para trabajar en la temporada de pesca.
Aquí la vida transcurre la mayor parte del año arrinconada por el hielo, con temperaturas bajo cero, lluvia o nieve más de 200 días al año, y en invierno noches que duran semanas.
Pero en verano el clima concede unos meses de tregua y muchos de sus poco más de 2.000 habitantes se lanzan a la pesca del salmón salvaje de Alaska y otras especies que viven en el delta del río Copper y su estuario.
Se trabaja a destajo. Hay que capturar todo lo que se pueda en el corto tiempo en que el clima lo permite, lo que desencadena una vorágine de actividad crucial para un pueblo en el que, de acuerdo con los datos del Departamento de Trabajo, más de la mitad de los empleos depende de la pesca.
Incluso en verano, es poco más lo que se puede hacer en Cordova aparte de pescar y trabajar. No hay cines ni centros comerciales, y, los días que el tiempo les impide faenar, lo que ocurre a menudo, los pescadores beben y juegan al billar en el único bar del pueblo, un local con aire de pub londinense que por alguna razón que nadie recuerda tiene el rótulo de la fachada boca abajo.
Hoy llegaron más de 18.000 kilos de bacalao que hay que procesar, por lo que Edgar se afana en el manejo de los dos cuchillos con los que extrae la espina, la sangre y otras impurezas de cada pez.
No puede fallar. Deben llegar limpios al otro extremo de la cinta para que otros trabajadores los pesen y envasen.
Es un trabajo bien remunerado, pero duro y monótono, con jornadas que a menudo empiezan de madrugada y se prolongan 18 horas o más; una labor imprescindible para que el pescado llegue con frescura y calidad al consumidor.
Después de un rato, el olor a pescado y la humedad se sienten casi en los huesos, pero Edgar trabaja contento.
Con lo que gane en estos meses en Cordova podrá vivir cómodamente el resto del año en Mexicali, una ciudad fronteriza en el departamento mexicano de Baja California en la que le esperan cuatro hijos.
Allí sus dólares rinden mucho. “El dinero que gano aquí vale el doble en Mexicali”, asegura.
La estadística parece darle la razón. Según la OCDE, el ingreso medio de un hogar mexicano es de poco más de US$16.000 al año. Él recibe bastante más que eso en unos pocos meses.
Fuera de él, la oferta de ocio se limita a pasear por las montañas de los alrededores, siempre con cuidado de no toparse con alguno de los osos de comportamiento impredecible que reinan en ellas.
Aquí cada año llegan trabajadores de todo el mundo a cubrir los puestos para los que no basta con la mano de obra local.
Son ucranianos, turcos, peruanos, filipinos… y mexicanos, muchos mexicanos.
Hay una razón.
“El año pasado hice US$27.000 limpios en cuatro meses”, me explica Edgar Vega García, mientras filetea uno tras otro los pescados que desfilan ante él por una cinta transportadora que no se detiene nunca.
“Aquí necesitamos a los extranjeros”
Edgar empezó a venir a Alaska hace 18 años. Fue su madre, Rosa, quien lo animó.
Después de pasar por varias empresas, desde hace tres veranos ambos trabajan para North 60 Seafoods, la compañía de Rich Wheeler, un estadounidense que está encantado con ellos y sus compatriotas.
“Ha sido fantástico encontrar a los mexicanos; le han dado a mi negocio la estabilidad que necesitaba y no habíamos podido encontrar”, me dice en la oficina de la planta, un cuarto desordenado de cuyas paredes de madera húmeda cuelgan una cabeza de venado y una piel de oso.
«Sinceramente, si no fuera por los mexicanos mi negocio no existiría».
Según cuenta Weeler, tuvo muchos problemas en el pasado con empleados estadounidenses, como uso de drogas en el trabajo, ausencias injustificadas y peleas.
“No creo que nos hubiera ido igual sin los mexicanos”, añade. “Siempre son puntuales, y sé que puedo esperar de ellos que trabajen duro y con profesionalidad cada día. Les estoy realmente agradecido”, los elogia Rich.
Ahora que Estados Unidos vive una tensa campaña electoral y el candidato Donald Trump agita el miedo a una “invasión” de inmigrantes ilegales que vienen quitarle trabajo a los estadounidenses, en esta alejada esquina del país los extranjeros son imprescindibles en la industria procesadora de pescado que es el pilar de la economía de la región.
César Méndez, también de Mexicali, lleva 14 años trabajando en ella, Hace “buenas ganancias” y regresa a México, donde complementa sus ingresos con un negocio de venta de herramientas.
“Alaska me ha dado mucho; me ha permitido tener una buena calidad de vida y siempre he sentido que están agradecidos por el trabajo que hacemos aquí”, asegura.
El alcalde de Cordova, David Allison, sabe que los migrantes juegan un papel crítico en su ciudad, donde calcula que un 50% de los hogares dependen de la pesca.
“El pescado no se procesa si no hay manos que lo hagan y si no fuera por la pesca esta sería probablemente una ciudad fantasma”, me cuenta en la sede del gobierno local.
Allison no tiene despacho y trabajó durante años en la industria procesadora de pescado, en la que aprendió que “si pones un anuncio en un periódico de Alaska diciendo que necesitas 250 trabajadores no recibirás más de 20 solicitudes”.
La población local de apenas 2.600 habitantes se triplica en verano con la llegada de los extranjeros, pero el alcalde Allison dice que en Cordova no ha habido problemas de convivencia. “Generalmente vienen con sus papeles en regla, trabajan durante la temporada y así apoyan a sus familias”.
Cordova es solo una pequeña muestra de la importancia de la pesca para la economía local. Según la Universidad de Alaska-Fairbanks, la industria del pescado y el marisco produce 2.268 toneladas de pescado al año, más de la mitad del total de Estados Unidos, y es la que más empleos genera en todo el estado.
Grandes corporaciones como Ocean Beauty Seafoods y Trident procesan las capturas en centenares de plantas repartidas por regiones de Alaska como la bahía de Bristol, Valdez, y el delta del Copper.
Para hacerlo necesitan gente de fuera. En 2022, el último año del que hay datos oficiales, más de un 80% del total de los trabajadores eran extranjeros.
Fueron las peticiones de estas compañías y de congresistas del estado las que han llevado en los últimos años al gobierno de Joe Biden a incrementar significativamente las visas que utilizan muchos de estos migrantes para trabajar legalmente en Estados Unidos. De las 66.000 disponibles en 2022 se pasó a casi el doble en 2023 y 2024.
La demanda de personal de esta industria explica que ofrezca un buen pago y otras ventajas.
Las empresas dan alojamiento y tres comidas diarias mientras dure el contrato, por lo que los trabajadores pueden ahorrar casi todo lo que ingresen.
A eso se suma que la ley de Alaska obliga a pagar un 50% más por las horas extraordinarias, y son frecuentes en una actividad tan intensiva y estacional, sobre todo cuando la temporada es buena. Con las últimas subidas aprobadas, un procesador recibe un salario de US$18,06 por hora, que se eleva hasta los US$27,09 en las extraordinarias.
Las compañías cubren también el viaje hasta aquí, lo que tiene especial importancia en un lugar tan aislado y distante.
Una carretera llevaba antaño de Cordova a otras poblaciones de Prince William Sound, pero una tormenta destruyó hace años el puente que cruzaba el río Copper y el pueblo se quedó sin conexión por tierra con el resto de la civilización.
La única forma de llegar ahora es en avión o en un barco que parte de la localidad de Whittier cuando el tiempo lo permite, y tarda siete horas en llegar.
Un lugar muy diferente a México
A sus 67 años, Rosa Vega, la madre de Edgar, desde hace años realiza un largo periplo para incorporarse a su puesto. De Mexicali a San Diego por carretera. Luego, tres vuelos: San Diego-Seattle, Seattle- Anchorage, Anchorage-Cordova.
Días de viaje para trabajar en un lugar muy diferente a su hogar en el que pasa de 5 a 6 meses.
“Mexicali es muy caliente. Ahorita están a 52 grados y puede cocinar un huevo arriba de un capacete”, cuenta cuando habla conmigo un día de julio. Su ciudad ha sido identificada como uno de los lugares más calientes de la Tierra.
“Igual que la gente que va a Mexicali se tiene que acostumbrar al calor, yo me tuve que acostumbrar al frío en Alaska”.
Y por más que el sueldo sea bueno, aquí no hay lugar para los lujos.
Rosa y el resto de trabajadores comparten cuartos de cuatro personas y dos literas en un contenedor habilitado como vivienda en el que tienen que arreglárselas para guardar en una pequeña taquilla las pertenencias de varios meses.
En el comedor, la única área social, los más jóvenes se entretienen jugando videojuegos, mientras Rosa intenta comunicarse con su madre. De lo que deja atrás cada año en Mexicali, ella es lo que más le importa.
“Ella es muy mayor y últimamente ya me pide que no venga”, cuenta. No es la única que dice que, mucho más que el frío, la lluvia o las incomodidades de una vida de campaña, lo que más pesa cada año es separarse tanto tiempo de los seres queridos.
La honda huella del español en Cordova
Aunque también se habla tagalo e inglés, el español es el idioma que más se escucha en un paseo por los alrededores del pequeño puerto de Cordova.
En realidad, está presente desde sus orígenes.
Fue el explorador español Salvador Fidalgo quien bautizó este lugar como Puerto Cordova cuando llegó aquí en 1790 enviado por la corona.
Desde entonces, gentes de diversas procedencias han llegado a Alaska dispuestas a soportar sus inclemencias con tal de explotar sus abundantes recursos naturales.
Los rusos la hicieron suya y durante todo el siglo XIX se dedicaron a cazar nutrias para vender su apreciada piel.
En 1867, la Rusia zarista se la vendió a Estados Unidos y a partir de 1957 el descubrimiento de grandes yacimientos de petróleo aceleró el desarrollo y causó no pocos problemas ambientales.
En Cordova todavía recuerdan cuando el petrolero Exxon Valdez encalló en 1989 y vertió miles de toneladas de crudo al mar. Se consideró el peor desastre ecológico de la historia de Estados Unidos y puso en peligro el modo de vida local.
En ella, el salmón es el rey. Por algo lo llaman King Salmon.
Vital para los osos que habitan el delta y para los pescadores de Cordova, el salmón local, en sus diferentes variedades, no es solo una materia prima esencial sino un blasón de orgullo.
Según me explica Greg Olsen, encargado Recursos Humanos y Producción en North 60 Seafoods, “la limpieza y bajas temperaturas del agua explican la extraordinaria calidad del salmón del río Copper”.
En algunos de los mejores restaurantes de Japón preparan el sushi con salmón capturado en el delta del Copper.
Aunque nacen en los ríos, los salmones nadan luego hasta aguas abiertas y viven durante años en el océano, para regresar a desovar y morir exactamente al lugar donde nacieron.
Uno de los que mejor conoce sus rutas y costumbres es el pescador Bret Bradford, que lleva años ganándose la vida persiguiéndolos por el estuario del Copper.
Al timón de su pequeño pesquero, bautizado con el nombre científico de una de las variedades locales de salmón, sujeta con los dientes una pipa con la boquilla roída, y me muestra los leones marinos, focas y otras criaturas que se cruza en cada día de trabajo.
Un camarote desordenado en el que apenas caben él y su catre revela que suele navegar solo.
Bret recuerda que “en Estados Unidos, salvo los pueblos nativos, somos todos descendientes de inmigrantes, pero hay un proceso”.
Él cree en la inmigración legal. Sabe que el sustento de su familia depende de los extranjeros que procesan en tierra el pescado que él captura.
De regreso en Mexicali
A finales de septiembre, tras otra dura temporada, Rosa y Edgar, madre e hijo, están de regreso en Mexicali.
Él ya anda buscando rentabilizar lo ganado con la venta de un lote de autos usados que acaba de comprar.
Ella se ha llevado una sorpresa desagradable nada más regresar de Alaska.
Su madre acaba de sufrir un accidente cerebral y ha tenido que ser hospitalizada.
Nada más bajar del avión, sin pasar por casa, acude a visitarla.
«Sé que cualquier día se puede ir y puede que suceda cuando yo esté en Alaska», recapacita Rosa, a la que tranquiliza el buen ánimo con que la ha encontrado pese a hallarse postrada en una cama.
Sabe que cuidar de ella será su tarea principal ahora que está de regreso.
Pensaba compartir con ella parte del salmón que ha traído de Alaska en una gran caja de cartón, pero eso tendrá que esperar.
«Ahora tengo que empezar todo aquí otra vez. Lo primero que quiero hacer con el tiempo que me deje mi mamá es arreglar mi jardín», cuenta, mientras revisa las plantas que se han secado en los meses que no ha estado en su casa.
Es una hermosa construcción de una planta, con aire colonial y un amplio patio de paredes amarillas, que ocupa una cuadra entera y destaca entre el resto de construcciones del barrio de Mexicali en el que vive.
Ahora, libre del trabajo, podrá dedicarse a ella y a sus plantas.
«Espero recuperar el jardín… Hasta que me toque volver a Alaska el año que viene».