Una vez que un cardenal es elegido como nuevo Papa, lo primero que debe hacer es responder a una pregunta decisiva: si acepta el cargo. De hacerlo, deberá comunicar también el nombre que ha elegido como pontífice. Solo entonces es felicitado por el resto de los cardenales.
Luego, se retira a una pequeña habitación contigua a la Capilla Sixtina conocida como “la sala de las lágrimas”. Se le llama así por la intensa carga emocional del momento: allí, a solas, el nuevo Papa reflexiona sobre el peso de la responsabilidad que acaba de asumir. En esa estancia lo esperan hábitos blancos de tres tallas distintas, preparados para que elija el que le quede mejor.
Después viene el momento más esperado: el sucesor de Francisco saldrá al balcón central de la Basílica de San Pedro. Desde allí, el protodiácono —el cardenal francés Dominique Mamberti— lo anunciará en latín con la tradicional fórmula Habemus Papam, aunque a veces, por la pronunciación y el idioma, no se entiende claramente en el primer instante.
Finalmente, el nuevo pontífice aparecerá y se dirigirá por primera vez a los fieles de Roma y del mundo.
En esta ocasión, el cónclave fue breve: el nuevo Papa fue elegido en la cuarta votación, como ocurrió con Benedicto XVI. Para ser electo, debió obtener al menos dos tercios de los votos de los 133 cardenales con derecho a sufragio, es decir, un mínimo de 89 apoyos. Tras aceptar, eligió su nombre y se prepara para iniciar una nueva etapa en la historia de la Iglesia católica.