En el centro de detención de adultos IAH Polk, en Livingston, Texas, los días no se cuentan en horas sino en acontecimientos: la comida escasa, el calor insoportable, una llamada telefónica, una audiencia perdida, una lágrima contenida. Para los ocho hombres encerrados en la celda A1, el encierro ha borrado los límites entre la espera y la condena.
Juan Manuel Fernández-Ramos, cubano de 30 años, es el que más tiempo lleva recluido. Como los demás, llegó al penal por una infracción menor —exceso de velocidad y consumo de alcohol— pero el ICE lo detuvo sin aviso. Trabajaba como repartidor en Costco, vivía en Tampa, tenía planes de boda. Hoy dice que lo único que quiere es irse: “Aquí no se aguanta. Te obligan a firmar la deportación”.
Alrededor de él, otros compañeros de celda enfrentan historias similares. Alejandro García, también cubano, llegó como stripper a Estados Unidos. Fue detenido tras una pelea callejera y, aunque pagó su condena, el ICE lo recogió al salir. Ahora padece gastritis, depresión, y ha perdido ocho kilos. “Ya basta”, dice. “Prefiero irme”.
La historia se repite con distintas caras. Emmanuel Hernández, beliceño, lleva más de cuatro meses en Livingston. Estuvo a punto de pelear por las condiciones del encierro, pero prefiere leer la Biblia. Ha pedido ser deportado. “Extraño a mi familia, solo quiero estar con ellos”, dice entre lágrimas.
Jaime Navarro, mexicano de 54 años, no quiere regresar a su país: “Me arrancaron tendones, me quebraron la mano… vengo huyendo de los carteles”. Vivió en California, después en Eagle Pass, y volvió a cruzar la frontera en octubre de 2024. “Prefiero quedarme encerrado aquí que volver a México”, dice con la voz quebrada.
La rutina dentro del centro no deja respiro. Desayuno a las 5 a.m.: cereal con leche o arroz con sabor a plástico. Una hora al día en el patio. El resto, dentro de una celda de 6 metros por 8, sin aire, sin privacidad, sin suficiente comida. Las raciones no cumplen con lo prometido por el ICE: entre 2,400 y 2,600 calorías. Las quejas se acumulan: falta de atención médica, cucarachas, colchas sin cambiar desde que llegaron.
Los artículos de la “comisaria” —como las sopas Maruchan— cuestan el doble o el triple que en cualquier supermercado. Las llamadas cuestan 25 centavos el minuto. Muchos no pueden pagar ni una, dependen de familiares que, fuera, también enfrentan carencias.
El ICE tiene una meta diaria de 3,000 detenciones. A mediados de junio de 2025, más de 60,000 migrantes estaban en centros de detención en EE.UU., 45% más que el número aprobado por el Congreso. Las condiciones de hacinamiento se han agravado.
En ese contexto, el Gobierno de Donald Trump promueve la autodeportación, una estrategia menos costosa y más efectiva para vaciar los centros. Consiste en ofrecer a los migrantes la opción de abandonar voluntariamente el país, a cambio de promesas que rara vez se cumplen: 1,000 dólares, acceso a programas de retorno, y la posibilidad de ingresar legalmente en el futuro. Hasta abril de este año, más de 5,000 personas habían aceptado esa vía.
Juan pagó 500 dólares por su salida. Tiene hasta el 19 de agosto para comprar un boleto y abandonar el país por su cuenta. “No me paro de la cama. Estoy débil. Aquí, trancado, ya se me acabó la fuerza”, dijo antes de que el juez le negara el asilo y le ofreciera la salida voluntaria. Su abogado le costó 15 mil dólares, deuda que seguirá pagando incluso fuera del país.
El centro de Livingston —operado por la empresa privada MTC— es apenas uno de los muchos lugares donde se reproduce este modelo. Un sistema que no solo encierra cuerpos, sino que rompe vínculos, apaga sueños y borra las fronteras entre la legalidad y el castigo arbitrario.
Mientras cae la noche, la celda A1 se llena de silencio. Un silencio espeso, roto solo por los sollozos, los ronquidos, o el susurro de alguien que reza. Saben que sus camas pronto serán ocupadas por otros. Porque mientras la maquinaria migratoria siga girando, siempre habrá alguien más dispuesto a cruzar y a soportar el infierno con tal de alcanzar el espejismo del sueño americano.