“Los días grises también son parte del paisaje…”
El cabello comenzó a desprenderse en mechones, primero apenas perceptibles sobre la almohada, luego visibles en el cepillo, en la regadera, en las manos temblorosas que intentaban detener lo inevitable. Cada hebra que caía era un recordatorio silencioso de la batalla.
No era solo la pérdida de algo físico, sino un símbolo de la vulnerabilidad que llega con el tratamiento… ¡Era mi cabello!
Ahora solo era yo y el cuero cabelludo expuesto al aire frío y a las miradas ajenas.
Brenda, maestra de preescolar de 40 años y madre de dos hijas, libra una batalla diaria. No se trata únicamente de la pérdida de algo físico, sino de un símbolo profundo de fragilidad: la quimioterapia arrasa con su fuerza, con su rutina y con su identidad
El hallazgo
Hace un año, en septiembre, una mañana cualquiera, mientras se vestía, sus dedos tropezaron con algo que no había sentido antes: una pequeña masa dura, casi imperceptible, pero distinta, ajena a su cuerpo. “En ese instante el tiempo se detuvo”, recuerda. Durante semanas intentó convencerse de que no era nada, que desaparecería sola. Pero el miedo crecía al mismo ritmo que aquella bolita. Pasaron los meses: octubre, noviembre, diciembre, enero… hasta que en febrero de este año decidió enfrentarlo.
“Ya eran como tres centímetros, era una bolita visible. Fui a Salud Digna, y ahí me dijeron que estaba en etapa cuatro”, relata. Después acudió al ISSSTE, donde le hicieron estudios más detallados. El diagnóstico fue contundente: cáncer de mama triple negativo, uno de los más agresivos. “Después vinieron los silencios en la sala de espera, las miradas del personal médico, y finalmente las palabras que nadie quiere escuchar: cáncer de mama”.
El miedo
A la primera que le contó fue a su mamá, luego a su hermana. A sus hijas decidió no decirles nada hasta tener la certeza. “Cuando supe que sí era, sentí de todo: miedo, impotencia y coraje. Porque cuando escuchas la palabra cáncer, lo primero que piensas es me voy a morir”, dice.
Brenda recuerda haberle reclamado a Dios entre lágrimas: “¿Por qué yo? Si tú sabes que mis hijas dependen de mí, que no tienen a su papá, que soy la que las lleva, las trae, la que está con ellas”. Con el paso de los meses, su rabia se transformó en reflexión. “Hoy entiendo que esto tenía que pasar para aprender a valorarme, para valorar lo que tengo a mi alrededor. Ves la vida diferente.”
La quimioterapia
Los días de quimio se convirtieron en un ritual de resistencia. “Llegas y sientes miedo. Te sientas, suspiras y te preguntas cuánto más vas a soportar”. En una de esas sesiones conoció a un hombre mayor que también recibía tratamiento. “Me vio suspirar y me dijo: ‘¿Se siente mal?’. Le contesté que no, pero que me causaba ansiedad estar ahí. Él me dijo: “A mí también, llevo 18 quimios y radiaciones. Me cuesta caminar, pero todos los días le pido a Dios que me deje seguir viviendo”.
Aquella conversación la marcó. “Yo lloraba escuchándolo, porque me di cuenta de que lo mío no era nada comparado con lo que otros viven. Me dio una lección enorme. Desde ese día llego, me siento, cierro los ojos y le pido a Dios que esté conmigo. Aprendí que no estoy sola en esto”.
La imprudencia y el dolor invisible
Pero no todo en el proceso ha sido consuelo. También ha tenido que enfrentarse a la falta de empatía, a palabras que hieren más que el propio diagnóstico. “Hay gente que lastima sin saberlo”, dice Brenda, recordando aquel día en que un vendedor de productos naturales la llamó justo cuando su cabello comenzaba a caerse por completo. Ella lloraba al otro lado del teléfono, intentando contener la voz quebrada mientras confesaba: “Mañana me voy a rapar porque ya no aguanto”. Del otro lado, una frase fría y automática la desarmó: “Pero es solo cabello, vuelve a crecer.” Brenda colgó sin responder. No era enojo, era tristeza. La incomprensión dolía tanto como las agujas de las quimios o el ardor de la piel.
Guarda silencio unos segundos, exhala y sus ojos se humedecen al recordar. “Sí, el cabello crece, pero ese no era el punto”, dice con firmeza. “Era mi cabello, parte de mí, de mi historia, de mis mañanas frente al espejo”. Habla despacio, como si aún pudiera sentir entre sus dedos las hebras que se resistían a caer. “Me dolía verlo irse, me dolía despedirme de él. Yo le hablaba: así te quiero, no te vayas. La gente no entiende que cada mechón que se va es como perder un pedacito de uno mismo.
El lonche
Aún con el cuerpo adolorido y las piernas entumidas, Brenda se levanta cada mañana antes del amanecer. El cansancio es una sombra que no se va, pero hay una fuerza más grande que el dolor: sus hijas. “Dicen que la gente con cáncer no finge sentirse mal, finge sentirse bien”, comenta con una sonrisa leve. “Yo te puedo decir ahorita que estoy al cien, pero las plantas de mis pies las traigo dormidas, las manos también. Ya no soy la misma”. Aun así, cuando suena el despertador, habla con su cuerpo, le pide que coopere: “Vamos, piernitas, no me fallen, tenemos que levantarnos”. Entonces, se pone de pie, se aferra al mueble más cercano y va a la cocina a preparar los lonches. “No puedo dejar de hacerlo —dice—. Si no se los hago yo, ¿quién se los va a hacer?”
Su voz se quiebra al recordar las mañanas después de la quimioterapia, cuando el dolor era tan intenso que apenas podía moverse. “Me dolía todo, pero igual me levantaba. No lo hago para que me aplaudan, lo hago porque sé que mis hijas necesitan comer. Es mi obligación, mi convicción como mamá”. A veces, después de preparar el desayuno, apenas logra subir las escaleras y se deja caer en la cama, agotada, sin poder moverse. “Hay días que no siento las piernas, no puedo ni ir al baño… pero cuando se trata de mis hijas, algo pasa. No sé si es Dios, o mi cuerpo que me escucha, pero me levanto y lo hago”. Sus ojos se humedecen al recordar una de las frases de su hija: “Mami, yo sé que lo que te voy a dar en la vida no será nada comparado con lo que tú ya me disté. Quiero que te quedes siempre aquí, conmigo”.
Renacer
Ahí estaba, sentada frente al escritorio que ahora marcaba mi nueva rutina. Las carpetas apiladas reemplazaban los cuadernos de los niños, y el murmullo del aula se había convertido en el tecleo constante de una computadora. Cuando aquella maestra se acercó y, con una sonrisa cargada de ironía, me dijo que qué suerte la mía por ya no correr tras los pequeños, sentí cómo algo dentro de mí se quebraba.
Las lágrimas me traicionaron sin aviso, silenciosas, amargas. “No te preocupes, ella no sabe…”, escuché decir a alguien cerca, pero en realidad nadie podía saberlo. Nadie podía entender lo que se siente ver tu vocación detenida por una enfermedad, por un cuerpo que ya no responde igual, por un cansancio que no es solo físico. Yo habría dado todo por volver a ese salón, por escuchar las risas. Pero ahí estaba, en mi nueva realidad, intentando acostumbrarme a no ser la misma…
“Antes pensaba que el cáncer era sinónimo de muerte, pero no. El cáncer te cambia, te sacude, te obliga a mirarte distinto, pero también te enseña que se puede vivir, que se puede salir adelante.”
Desde su escritorio —ahora en tareas administrativas, pues su salud le impide estar de pie todo el día frente al grupo—, Brenda observa a sus compañeras y confiesa que lo que más extraña es el aula, los niños, el bullicio de cada mañana.
Los días grises siguen llegando, pero ya no pesan igual. Brenda aprendió que la vida no se detiene con un diagnóstico, solo cambia de ritmo. “El cáncer no es igual a muerte”, repite convencida. “A veces, es solo una manera muy dura de recordarnos que seguimos vivos.”
Octubre es reconocido mundialmente como el Mes de Sensibilización sobre el Cáncer de Mama, una fecha dedicada a aumentar la conciencia sobre esta enfermedad, promover la detección temprana y apoyar a quienes la enfrentan.
En lo que va del año 2025, San Luis Potosí ha registrado 114 casos de cáncer de mama, todos en mujeres. De enero a junio de 2025 se habían reportado 31 nuevos casos.
Hasta la semana epidemiológica 38 de 2025 (que abarca parte de septiembre/octubre), se tenían contabilizados 222 casos nuevos en el estado.